El candidato José María Villalta se debate en estos momentos entre las cuerdas, pero no como si la contienda se llevara a cabo mediante el enfrentamiento uno a uno entre los candidatos, sino más bien como si Villalta fuera la pera de boxeo. Es, en definitiva, el candidato a vencer y así lo demuestra 1) la maquinaria publicitaria de sus dos contendientes más cercanos: Johnny Araya y Otto Guevara; y también 2) la propaganda de los medios comerciales que, sin embargo, quiere hacerse pasar por información neutral (aunque esto sin éxito).
Tener en cuenta “lo bueno” de Villalta como candidato presidencial pasa por considerar que una de las tantas acepciones de “bueno” es ser útil y tener un propósito para algo; otra, es ser bastante o suficiente. Lo bueno, entonces, es en cualquier caso relativo. Y en el contexto de esta contienda electoral, eso bueno relativo tiene que ver en primera instancia con poder mantenerse en pie en una campaña que se ha convertido en una lucha campal contra el joven candidato, quien de forma inusitada (y amenazante para los grupos oligárquicos) se yergue en las alturas de una intención de voto que aún no alcanza el 40% requerido para hacerse del gobierno central.
Lo bueno de Villalta es que se erige como una opción real en un país con un electorado tradicionalmente conservador que, por antonomasia y automatismo, abomina del cambio. Es evidente que pase lo que pase el día de las elecciones, el partido que representa Villalta, el Frente Amplio, ya ganó: creció, en efecto, de forma abrupta e inesperada. Algo que para los próximos años cambiará la condición del Frente Amplio de ser un partido pequeño y de un solo candidato en el congreso, a uno grande y con amplia representación. Sea cual sea el resultado, quien se haga del poder, estará obligado a negociar y a considerar a la fracción legislativa frente amplista que se ha convertido ya (y, repito, al margen de los resultados el 2 de febrero) en un serio actor en la arena política costarricense. En suma, lo bueno de esta presencia del partido que Villalta representa es que ya no es inocua y no será posible ningunearla. A lo anterior hay que añadir que Villalta ha puesto sobre la mesa temas que invitan a discutir y a examinar el modelo neoliberal imperante en el país desde hace tres décadas y los malos indicadores de dicho modelo que ya no es posible ocultar ni maquillar. La agenda del partido frente amplista en derechos humanos es también muchísimo más liberal y progresista que la de partidos que supuestamente comulgan con el liberalismo.
Lo más notable es que el ascenso de Villalta ha puesto en evidencia el miedo de las élites que se benefician de la situación actual del país: miedo real para adentro que no puede más que transmutarse en miedo para afuera. No es miedo a perder la democracia sino todo lo contrario: miedo a que haya democracia y verdaderas alternativas en el abanico político del país. Toda entrevista de los medios comerciales, todo debate, no hacen más que dar vueltas en lo monotemático: el peligro de que Villalta sea un joven Chávez costarricense travestido de amarillo. (Y esto, valga decir, como si el peligro no fuese más bien seguir atados a un camino que muestra claros signos de decadencia y cuyos indicadores sociales no respaldan la bondad del modelo, sino todo lo contrario). Con todo, el joven candidato se ha mantenido ecuánime, erguido y orgulloso, lo cual no debe ser nada fácil cuando toda la campaña gira en su contra. Este es también un punto a favor de Villalta: que innegablemente se ha mantenido sobrio, bromista, relajado e inmune al veneno que constantemente se viste de pregunta periodística. Villalta ha mantenido una actitud de altura ante lo que no puede llamarse más que mala fe, desinformación y trampa descarada. También lo ha hecho bien ante el evidente menosprecio adultocentrista de algunos periodistas que invitan a relajados y respetuosos “cafés políticos” a todos los candidatos, mientras que al joven candidato en esas mismas instancias se le interpone la cara seria, la duda, el irrespeto y la sorna.
Pero como las limitaciones de espacio invitan a concluir, volvamos a las acepciones de lo “bueno”. ¿Para qué ha sido útil el ascenso del joven candidato frente amplista? Para demostrar que un joven, quien no alcanza ni siquiera los cuarenta años de edad, puede poner a temblar a quienes detentan el poder en Costa Rica y a la prensa que defiende sus intereses. Su ascenso es una prueba también de que hay un gran sector del electorado costarricense que comprende que el desasosiego social costarricense tiene artífices y responsables.
Sin embargo, seamos claros, también hay que considerar otros signos menos halagüeños que han sido puestos en evidencia mediante la presencia de Villalta en el pináculo de la intención de voto: por ejemplo, el paupérrimo nivel de discusión política en un país que se precia de tener una democracia madura. Desafortunadamente, este campaña electoral demuestra de nuevo que en Costa Rica es posible transformar lo que debería ser debate y discusión en chisme, choteo, y abierta falacia.
La otra pregunta que hay que plantearse es si bastará el ascenso de Villalta para hacerse con la presidencia de Costa Rica y enfrentar así por fin al modelo que privilegia unilateral y dogmáticamente al gran capital en detrimento de un desarrollo interno y balanceado del país. Si bien eso todavía está por verse, lo bueno de Villalta es que deja claro que ese modelo que privilegia la desigualdad, la pobreza, la mediocridad educativa, el atraso cultural y la negligencia estatal no cuenta con el apoyo de gran parte del electorado costarricense. Esto último, considerando que se trata de muchos jóvenes, da pie a la esperanza de que el país no será siempre la tierra donde nada cambia, el lugar donde no es posible contar con una infraestructura decente, el paraíso del chanchullo, la edad media en derechos humanos y la tierra prometida de los evasores sociales.