Lo feo del candidato Carlos Avendaño no es quizás el haberse subido al Monumento Nacional. Lo feo del candidato Carlos Avendaño no es tampoco haber movilizado más de un millón de colones entre bomberos, Cruz Roja, rescatistas y galletitas mientras estaba en el Monumento Nacional. Lo feo de Carlos Avendaño no es ni siquiera que la gente siga votando por él, después de haber hecho el ridículo en el Monumento Nacional.
Aunque puede ser que dicho gesto sea algo así como un performance cristiano que señala los límites absurdos de nuestra institucionalidad. O más bien, una crítica solapada a la inaccesibilidad de las estatuas josefinas.
En todo caso, creo que lo feo de Carlos Avendaño se realiza en la esencia misma de su existencia como diputado de la res publica.
Me explico: Carlos Avendaño llega a la Asamblea Legislativa en el año 2002, año convulso de elecciones sorpresivas, donde por vez primera, se rompe, según los analistas, el bipartidismo de los últimos cincuenta años. En ese momento, también por vez primera desde principios del siglo XX, un partido abiertamente cristiano, cuyo eje ideológico mayor es el “texto sagrado”, llega a la Asamblea Legislativa.
¿En qué consiste lo feo?
Su llegada al poder legislativo abre el portillo a la radicalización del discurso fundamentalista en el ámbito político nacional. Eludiendo la prohibición explícita para que formaciones religiosas participen en política, este partido fundamentalista al cual pertenece Avendaño, logra colocarse como una opción más en el horizonte de posibilidades frente al electorado. Esto refleja de manera profunda la crisis política, social y económica del sistema costarricense. De manera palpable, la degradación de las condiciones materiales de buena parte de la población encuentra una especie de salvavidas en el discurso de redención y prosperidad de los nuevos profetas de la palabra. En cuestión de unos años, pequeños garajes, corredores de casas particulares, esquinas olvidadas en los barrios, se convierten en nuevos centros de congregación, alabanza carismática y drenaje de recursos.
Así prosperan, como champiñones de la desesperanza humana esas iglesias que Avendaño defiende al subirse al Monumento Nacional. De repente, en medio de los hunday que inundan las calles agujereadas, en la continuidad absorta de las rejas de los barrios, se yerguen entre parlantes escandalosos los nuevos testigos del milagro. La erosión de la fe tradicional o mayoritaria acompaña a las banderas percudidas del pln y el pusc, y es una fe renovada la que surge de la voz de esos pastores cuya posición se vincula a la saliva de su verbo.
Carlos Avendaño es eso, un pastor. Es la actualización tica de la racionalidad pastoral que busca conducir a los hombres y mujeres, conducción castradora e impositiva, en este caso.
Avendaño representa el regreso -no de lo reprimido- sino de la represión, esta vez invadiendo un espacio hasta entonces, bien que mal, reservado. El espacio público, el espacio de la ley y en principio, el espacio del debate y el disenso. Dicho espacio desaparece paulatinamente con la llegada, por primera vez en el 1998, de un diputado cristiano al Congreso. Si dicho evento representaba la intolerancia y la restricción de derechos y libertades en potencia, la reelección de Avendaño y la llegada de Justo Orozco, en el 2010, cumplen la entelequia apocalíptica.
La oposición intransigente y hasta ilegal a la FIV, sin hablar del rechazo a toda forma de sociedades de convivencia vienen a realizar una especie de substrato retrógrado presente en la sociedad tica. Pero más aún, marcan una degradación de la tolerancia y de la libertad que va de la mano con el empobrecimiento y el crecimiento de la desigualdad. Es como si ante el oscuro panorama del futuro, ante la incomprensión frente al lujo y la opulencia de algunos, la salida fuera cobijarse en una moral intransigente y en unos valores excluyentes de toda alteridad.
Pero si lo feo se detuviera en el ámbito del discurso moralista y el sermón parlamentario todavía quedaría espacio para la fe republicana. Sin embargo, Avendaño y los acólitos cristianos que lo precedieron se han caracterizado por venderse como mercaderes del templo. Sus contubernios con el poder, sus alianzas por puestos legislativos, sus votos a ciegas para sellar pactos y componendas los han convertido en las mejores fichas de la continuidad política de este país.
Avanzando a paso lento y firme hacia un integrismo religioso que coopta los ya de por sí pocos espacios de libertad e individualidad asegurados por la ley. Su agenda patriarcal se va cumpliendo a paso firme, mientras con sus firmas y sus votos aseguran la predominancia del modelo económico que generó la crisis social que los puso allí.
Es un círculo perfecto, alimentar la desesperanza, vender caro la redención y el milagro, perpetuarse en el poder.
Lo feo de Carlos Avendaño es que no parece ser el último que tendremos que ver y contra el cual tendremos que luchar.