Para empezar a hablar de lo bueno de Justo Orozco es inevitable realizar un pequeño ejercicio imaginativo. Supongamos que los materialistas no tienen razón y que Feuerbach es un auténtico mamador. Imaginemos que los apotegmas de los evangélicos son ciertos y que, en efecto, un viejillo barbudo medio cabrón y sádico agarró un poco de barro y confeccionó la vida, a despecho de Oparin y de todos los evolucionistas.
Hagamos de cuenta que Cristo está pegado en un embotellamiento celestial y que ya viene de camino a la Tierra para presidir, según el credo de los hermanos separados, la suma vapuleada de los pecadores. Digamos, en dos patadas, que los panderetas ganaron la mejenga.
Desde luego, así cualquiera quiere que le toque Justo Orozco a la par en el bus. Cualquiera dice que fue amigo suyo en La Asamblea. ¿O no?
Ahora bien, de repente, la cosa podría no ser ni tan imaginativa ni tan hipotética. Por decir algo, si leemos El Atlas de las Religiones de Le Monde Diplomatique, es posible constatar que Henri Tincq afirma que el cristianismo será la religión mayoritaria en el 2050. El asunto, según Tincq, es que las variantes predominantes, las que más crecerán, son aquellas que se encuentran asociadas a la experiencia carismática y popular; es decir, las que rompen con el intelecto y el orden simbólico de los cultos tradicionales.
Así las cosas, para la mitad del siglo XXI, estaríamos invadidos de panderetas, taumaturgos con corbatas baratas y exorcistas ultramodernos que incurren en arrebatos de glosolalia y fraude financiero. Y cabe suponer, pues, que en CRC, para ese entonces, el pastor de la esquina sería el Fundador de la Tercera o Cuarta República, un benemérito de la Patria o algo así como un Pepe Figueres emocional.
Ahí radica, justamente, lo bueno de Justo Orozco: él es la versión más verosímil del mito del hombre nuevo. Es más, de haber sido posible, los cubofuturistas rusos se hubieran peleado por diseñar una efigie suya.
Cuando se lee las demandas del 15-M es inevitable sentir que uno está leyendo un programa nostálgico y resurreccional, algo así como Alianza para el Progreso reloaded, en vez de un manifiesto antisistémico del siglo XXI. Y, claro, posiblemente, eso explica el porqué en la actualidad resulta tan difícil imaginar al hombre nuevo de los socialistas luchando por los pobres y derramando su vida en cualquier selva del mundo o en cualquier calle.
Justo Orozco, en cambio, está en sintonía con su temporalidad y uno, perfectamente, lo puede imaginar, a su modo, por supuesto, poniendo en la agenda los temas más acuciantes de los movimientos sociales contemporáneos.
Mientras el hombre nuevo socialista problematizaba temas poco atractivos y densos como las relaciones sociales de producción, la explotación, la pobreza y el control de los medios de producción, Justo Orozco enfrenta las demandas amarillistas de los nuevos movimientos sociales. Él, a diferencia de Villalta y Otto Guevara, tiene una posición clara y coherente respecto a los derechos reproductivos de las mujeres y los derechos de las comunidades LGBT.
Por eso Justo Orozco, más que nadie en este momento, constituye la representación del hombre nuevo y la política del futuro. Pero, claro, como todo iluminado le tocó ser un incomprendido.